lunes, 21 de enero de 2008

La eubolia, o la prudencia en la oratoria política

José Claudio Escribano
Opinión

Hubo época en que en la vieja sala de editorialistas de este diario -la sala que habían ocupado Rubén Darío y Alberto Gerchunoff y en la que por entonces trabajaban, entre otros, Manuel Mujica Lainez-, se perpetraban chanzas sobre los supuestos porcentajes de eubolia que era capaz de atesorar tal o cual personaje de la vida pública del país. Eubolia no es nombre de mujer. No lo ha sido nunca. Ni siquiera se sabe de alguna criolla que en el pasado haya sido bautizada Eubolia Rojas o Eubolia Pérez aunque la fonía lo hubiera hecho probable uno o dos siglos atrás para las en definitiva cambiantes modas gentilicias. Tampoco eubolia ha servido para identificar síntomas infortunados en la circulación corpórea o en el aparato respiratorio de los seres humanos. Sin ser la eubolia ninguna de esas cosas, pero sí una virtud de excepcional significación para el ejercicio de la función pública, LA NACION terminó por encontrarse, hace poco menos de cuarenta años, en la situación de publicar un editorial, precisamente, con el título de "La virtud de la eubolia". Era a propósito de algunos disparates formulados por un embajador político del presidente Juan Carlos Onganía. Maestro de la concisión, Azorín publicó, a principios del siglo XX, "El político", libro de escasas páginas en las que agotó el examen sobre las condiciones básicas de que ha de estar dotado tal tipo de congénere nuestro. Entre los requisitos imprescindibles para el ejercicio de la política, Azorín anotó el de la eubolia. Eubolia es una palabra que se las trae. Nada menos que el Diccionario del Español Actual, de Manuel Seco, en el que se supone que uno lo va a encontrar todo sobre las voces de nuestra lengua, la ignora de manera olímpica. ¿Eubolia, neologismo inconcebible en aquel gran escritor nacido en Alicante? Imposible. Y la prueba está en que el irrefutable Diccionario de la Real Academia Española,en la página 614, de su primer tomo, dictamina: eubolia, virtud que ayuda a hablar convenientemente, y es una de las que pertenece a la prudencia. Eubolia, precisa la Academia, resulta de la conjunción en español de dos palabras griegas: una, que es bien , y otra, que es consejo . Hay personas que nacen sin eubolia y hay personas que pierden la eubolia en el camino. Dicen los antiguos colegas tribunalicios haberse sorprendido mucho por el hecho de que la doctora Carmen Argibay, candidata a ministro de la Corte Suprema, se haya declarado "atea militante". No la consideraban capaz de ese traspié surrealista, ajeno a cualquier otra lógica doctrinaria, porque la han considerado siempre una mujer atenta a la aplicación del sentido común en el lenguaje. En tiempos argentinos en que hasta los más eminentes lingüistas consideran lenguaje directo y necesario aquello que para otros se sale de convenciones inmemoriales en la oratoria pública de cualquier parte del mundo, es posible que la doctora Argibay haya sido víctima de una epidemia que estaría afectando el uso natural de las palabras, desplazándolas por otras, por decirlo así, de un énfasis inexplicable. Se podría creer, pues, en principio, que la doctora Argibay es persona que perdió la eubolia en el camino pero que, por lo oído más recientemente, se halla con voluntad de recuperar algo de lo extraviado. Se trataría de un sano ejemplo de enmienda. Esta semana, en efecto, la candidata del Presidente a integrar la Corte pareció mensurar las consecuencias ingratas -y no también desopilantes dada la importancia del cargo en juego- de aquella tan comentada declaración. Aclaró que lo dicho no debía interpretarse más que como una ironía, como "un absurdo lógico". Y eso ocurrió después de que periodistas de algunos medios comenzaran a escribir que en la Casa Rosada había causado incomodidad aquello del sorprendente "ateísmo militante" y que en el Senado, donde debe darse curso al nombramiento, también se nota disgusto. Con las palabras que se tiran desde lo más alto ocurre a veces lo que con las bolas de nieve lanzadas desde la cima de la montaña, que terminan siendo impredictibles en magnitud, dirección y efectos finales hasta para quienes ejecutaron la operación. Por eso esta reconocida luchadora por los derechos humanos debería ir preparando una carta más fuerte, dentro del tono festivo con el cual ha procurado defenderse, para el caso de que no haya sido del todo convincente frente a los críticos que, como es natural, ha encontrado a su paso. Tendría la oportunidad de dejar a todos con la boca abierta, incluso al cardenal Bergoglio, si en una segunda aclaración, y sin apartarse del "absurdo lógico" del que ella misma hablaba, dijera algo del siguiente tenor: "Sí, soy atea militante, gracias a Dios". Por José Claudio Escribano De la Redacción de LA NACION

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